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POESÍA NEOCLÁSICA

SIGLO XVIII

El Neoclasicismo supone unos principios que se oponen frontalmente a los establecidos por el Barroco y se relacionan con su etimología —«un nuevo clasicismo»—. Es decir, se aspira a recuperar el ideal de la cultura clásica grecolatina, tan palpable, por ejemplo, en la arquitectura de la época: equilibrio, proporción, racionalidad.

La creación artística, para ser efectiva y útil, ha de imitar la realidad, es decir, ha de ser verosímil. Solo así podrá cumplir su función primordial: enseñar los valores de la nueva sociedad ilustrada, los únicos que condicirán al conjunto de la población a la felicidad, objetivo último de toda la acción —política e intelectual— de la Ilustración.

 

En cuanto a la poesía de corte amoroso, a pesar de la insistencia de la Ilustración en el papel protagonista de la razón, no hay que concluir que, por consiguiente, esta rechace o niegue la dimensión sentimental del ser humano. De hecho, ambas esferas son reconocidas por la ideología ilustrada. A diferencia del Romanticismo, la Ilustración no pondrá a los sentimientos por encima de la razón, sino que buscará un equilibrio entre razón y corazón o un refreno racional a los excesos sentimentales, tanto en lo estrictamente literario —las normas para componer poéticamente el sentimiento— como en lo social —el contrato social que implica el matrimonio ha de atenerse al amor, pero también a unas condiciones racionales que persigan la felicidad de la familia y, por ende, la de la sociedad en su conjunto—.

 

En este terreno lírico amoroso destacan las anacreónticas, composiciones de tono sen-sual erótico herederas de las que en los siglos VI y V a.C. escribiera el poeta griego Anacreonte. Su carácter de recuperación de la tradición clásica está fuera de duda, pero parecen colisionar con los principios de la Ilustración en materia poética. Sin embargo, solo se trata de una aparente paradoja, ya que dentro del programa educativo ilustrado estas composiciones pueden interpretarse como parte de la educación sentimental del ciudadano, que también ha de conocer cómo manejar sus instintos naturales, sus fogosidades emocionales, sin caer en el ceño fruncido del que acusa desde el púlpito sobre los desórdenes del cuerpo ni en el libertinaje y el desenfreno de las pasiones más básicas.

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